"Decir o no decir. He ahí el dilema (...) la mención del mal lo agota por entero, el mal es una tautología. Fedra es una tragedia nominalista". Roland Barthes, en Sobre Racine.
Si la tragedia francesa es una tragedia que deviene tal a partir del acto de decir, la obra de Sarah Kane se constituye en el acto desnudo y en la palabra que casi no conoce la forma de la connotación. Una lectura de Fedra de los violentos tiempos que corren.
Fedra es paradigma de un amor equivocado. Pero claro: los protagonistas no son seres anónimos, sino parte del Estado. Y esto, en la obra que Mariano Stolkiner dirige, tendrá enormes consecuencias. Ya no serán los dioses, sino la masa, en su acepción más peyorativa, la que tendrá lugar en la decisión final.
Pero vayamos al principio, para empezar...
Amor de Fedra, el título, es una construcción nominal un tanto extraña, por dos razones: en primer lugar, porque en nuestra lengua parece remitir a una frase hecha, que funciona así, sin artículo, del estilo "amor de madre" ¿Hasta qué punto no hay una remisión a ese decir (o a la traducción, incluso, de la obra de August Strindberg)? Pero si nos quedamos en la literalidad, hay algo del orden de la construcción que inicia la generalidad "amor de ", y que cierra en la particularidad, el nombre propio Fedra ¡y vaya qué nombre propio!: el de la reina que se enamora de su hijastro mientras el rey no está.
Es decir: ya el título nos propone algún lugar de extrañamiento. Lejos, muy lejos estamos de que sea el último. Digamos que, en algún punto, la tragedia, tanto la griega (que no se llama Fedra, sino Hipólito) como la francesa (la de Racine) plantean un argumento al que hoy podríamos llamar, para ser suaves y dar con la época, "políticamente incorrecto". Sarah Kane va a redoblar su apuesta en la incorrección y Mariano Stolkiner la va a seguir a rajatabla.
Por eso nos dicen que es una obra que "puede herir la sensibilidad" En algún punto era una de las maneras lógicas de reescribir Fedra, si la remisión a lo sexual, tanto en la versión clásica como en la neoclásica, estaba vinculada a la metáfora Aquí no había otra posibilidad que la explicitación más descarnada, en el lenguaje y en los gestos. No hay metáfora, hay pura literalidad.
Ahora bien: lejos estamos de decir que esto es una tragedia en sentido estricto, es decir, en relación con el género.
El decir nos indica palacio y realeza, las palabras inscriben "príncipe", "rey", "reina", pero lo que dicen no coincide con lo que vemos. Un espacio común con un gran retrato y una habitación que sólo en la contradicción más flagrante puede pensarse como un cuarto de palacio: preside un televisor encendido, ropa sucia y amontonada, paquetes vacíos, un enorme desorden y, para coronar el caos, apoltronado en un sillón, un Hipólito, sin dudas, detestable. El trabajo de Pablo Cura es absolutamente increíble.
Nada de lo que se vaya a ver o a escuchar en esta obra es complaciente. No hay resquicio para otra cosa que no sea una durísima mirada sobre la humanidad, no hay modo, ninguno se salva. Y tenemos de todo: realeza, sacerdote, pueblo y policía (que aprovecha para mostrar una dosis de su poder arbitrario).
Un televisor muestra el afuera, pero además muestra lo que no se puede mostrar, en términos teatrales.
Sin embargo, y a pesar de la mirada exacerbada, absolutamente subrayada por Stolkiner, el intersticio aparece vinculado a la construcción ficcional: la herida de Hipólito es de utilería, el maquillaje sangrante es del orden de la ilusión. Tal vez, del otro lado, lo real nos guarde algún tipo de esperanza.