Pablo Iglesias tiene un rasgo particular, nada común entre los artistas de teatro: se muestra agradecido. A medida que vamos avanzando en su historia tiene palabras amables para todos los que se cruzaron en su camino artístico. Tiene una mirada positiva con respecto a sus maestros y a sus compañeros de camino. Y muy especialmente, para con el grupo con el que trabaja en la actualidad. Cuando hablo con él, comprendo qué claro tiene que el teatro es definitivamente un arte colectivo. Probablemente todo esto se evidencie en La constancia del viento, una obra sencilla, muy bella, de una armonía increíble.
-¿Cómo fueron tus comienzos? ¿Cuál fue tu formación?
-Empecé, al igual que la mayoría, como actor. Y sucedió que comencé a escribir y que mi deseo se orientó por ahí. Al principio fui autodidacta y luego llegué al generoso y claro Mauricio Kartun. Más tarde dirigí, para llegar al fin último de escribir teatro, porque el teatro es presentar y no representar.
A medida que avanzás, ves lo que te falta. Y me dije que tenía que aprender dirección. Me entusiasmó mucho el rol y estudié con Rubén Szuchmacher, que no sólo me enseñó cosas que no conocía, sino que me ayudó a poner nombre a las que sí conocía y no sabía cómo nombrar.
La verdad es que hoy ya no puedo dividir al que escribe del que dirige. En realidad, dirigir también es estar solo en alguna medida. Yo trabajo con amigos, pero yo soy el director y ellos son los que ponen el cuerpo. Por supuesto que es necesario delegar, pero el director es el que tiene la última palabra. En alguna medida, podría decirse que si no disfrutás de mandar no podés dirigir. Me apasiona la idea de seducir con los textos sin una mirada ombliguista.
-Hagamos un poquito de historia con tus obras.
-Mi primer trabajo como autor director fue en el 2002. Cajas chinas, se llamó, y se hizo en el teatro El Doble. Estuvimos un tiempo larguísimo buscando sala y tanto Mauricio Minetti como Lorenzo Quinteros fueron muy generosos. Les interesó la experiencia y pudo hacerse allí.
En 2004 se hizo Punto Muerto (y para eso remitimos a una entrevista de Javier Acuña en Alternativa Teatral) en El ombligo de la Luna. Ese año también dirigieron un texto mío, Sereno sin calma, en el marco de Teatro por la Identidad.
En 2003 y 2004 cursé la carrera de dramaturgia en la EMAD y fue sumamente rico el contacto y el intercambio con mis compañeros. Creo que hay que formarse tanto en relación con la práctica como con los conceptos, sino se nota la carencia. Cuando finalizamos la carrera, con un grupo nos seguimos reuniendo. Nos juntábamos para hacernos devoluciones. Y ahí sucedió algo muy interesante: yo escribía en “automático”, ya sabía qué iban a decir mis compañeros?
Recuerdo que en algún momento Lautaro Vilo dijo “Ahora hay que desaprender todo”. En aquél momento me decidí a escribir una obra para mí solo. No tenía intenciones de compartirla. Solo la leyó mi mujer, que siempre es absolutamente sincera, quien me insistió para que me presentara a un concurso que estaba a punto de cerrar. La cuestión fue que con El baile del pollito, la obra en cuestión, saqué el segundo premio del German Rozenmacher de Nueva Dramaturgia. La dirección no fue de lo mejor, pero tenía unos actores excelentes. Ya había aprendido que el casting es un porcentaje absolutamente central de la totalidad. Allí tomé impulso y no me detuve.
En 2006, coordinados por Alejandro Tantanian, hicimos Bestiario Grimm, un espectáculo basado en todos los cuentos de los hermanos Grimm, realizado por un grupo de egresados de dramaturgia de la EMAD. Un año más tarde trabajamos con Gabriel Fernández Chapo en Harriet. Boceto sobre una inglesa de cierta edad en el Centro Cultural Ricardo Rojas.
Luego me pasó algo bastante particular, porque estuve trabajando con dos obras en simultáneo: La patria submarina y Cascarita, no luce ni cierra. Para la primera había trabajado con un gran montaje, tecnología, con submarino y todo. Supuse que iba a tener gran repercusión. La segunda implicaba un tipo hablando una hora, con una escenografía de unas mesitas. Resultó que ésta fue la que siguió su camino. De la primera lo que me decían era “¡qué linda escenografía!”.
Antes de llegar al presente hubo dos obras más, ambas en 2009: Si te hubieras quedado conmigo y una que presenté como work in progress, llamada Hijo con mochila de viaje. Pero vi que no estaba, que había que reescribir.
Luego tuve un parate. Venía trabajando mucho y me detuve. Hubo una reflexión y un cambio de paradigma.
-Tu última obra es un trabajo sobre género, específicamente, melodrama ¿Cómo llegás a eso?
-Podría decirte que hubo dos factores. Por un lado, un seminario que hice con Camila Mansilla. Pero por otro lado, la gimnasia de la dirección, trabajar en grupo, que siempre es dificultoso, tuvo su parte en esta cuestión.
Yo trabajo con amigos, que además son grandes actores. Escucho sus palabras, pero sin dejar de lado la responsabilidad de dirigir. La constancia del viento es una creación colectiva a partir del género. Pensamos en los roles de los personajes. La villana es definitivamente mala, el pobre galán está destinado a terminar mal?
En realidad suponía un trabajo muy interesante para actuar, pero no alcanzaba con este argumento. Entonces nos preguntamos sobre cómo pensar el melodrama hoy. Es decir, decidimos ponerlo en escena sin indicio de época, sin ninguna mención espacial, pero con todos los tópicos del melodrama.
La idea no era actualizarlo, sino trabajar de tal modo que no se lo pudiera contextualizar. Lo que termina sucediendo es que está tan fuera de época que la gente se ríe. Ahí se instala el gesto paródico.
Pero paradójicamente los actores eluden el chiste. Ellos mantienen el tono, no lo exacerban cuando se presenta la risa.
Finalmente la experiencia nos demostró que sí se podía hacer, porque se puede mostrar. El público lo disfruta.
-¿Y cómo va con respecto al público? Porque Buenavía no está en un circuito instalado?
-La verdad es que nos va muy bien, estrenamos en abril de 2011 (en el momento de esta entrevista llevan 54 funciones). Y lo interesante es sostenerse, darle al espectáculo su tiempo, al menos, en relación con el tiempo que nos llevó ensayar? Ahora vamos viendo. De a poquito hemos ido sumando funciones.
-¿Y cuál es el futuro espectáculo? ¿Siguen trabajando con la noción de género?
-Sí, ahora nuestra apuesta es trabajar con la hipótesis del suspenso: cómo trasladar a un teatro chiquito, el clima, el relato, la actuación para el suspenso.
Se llama Cerro negro y no es que escribo solo. No lo hubiera hecho nunca de esa manera. En este sentido es producto del grupo. Los actores partieron de personajes muy polares y además muy opuestos a lo que trabajaba cada uno en el melodrama. A partir de cada personaje, vamos viendo cómo cargarle el mundo encima. Los recursos son mínimos, por lo tanto está sostenido firmemente en la actuación.
El trabajo con el actor es lo que más me fascina. Yo soy el que firma, pero trabajamos todos juntos.
-¿Algo que quieras agregar?
-Sí, dos cosas, una que sería un hermoso sueño hacer doblete con las dos obras en Buenavía. Pero llevar gente al teatro es difícil. Si es difícil hasta llevar amigos?
Lo otro en lo que quiero insistir es que no dije lo que dije por fórmula, sino que verdaderamente es un trabajo de grupo. Sin ellos esto no hubiera podido ser. Tampoco con otras personas. Ellos son Cecilia Miserere, Martín Palladino, Clara Virasoro y el trabajo es producto de este grupo que formamos.
La constancia del viento, Cerro negro. Una u otra, tal vez. Quien sabe las dos juntas. Buenavía es un bello lugar para ir a ver buen teatro.