Con dirección de Valeria Correa, Eugenia Alonso y Gaby Ferrero transforman una buena dramaturgia en una obra fantástica. Para decirlo en otras palabras: hacen que en la ruleta salga verde el 52.
Si había algo que era un boom en el siglo XIX, eran los balnearios. Pero no al estilo Santa Teresita o San Clemente. La posta eran los balnearios curativos. Si ahora Sprayett vende pastillas milagrosas para casi todo (caída del pelo, kilos de más, estrías, inteligencia, etc), hace un siglo la verdad curativa estaba en el agua (europea, por su puesto). Y justamente, buscando la salud en las aguas termales, fue donde Dostoievski encontró la ruleta ... y la adicción al juego. Paradojas de la vida, la epilepsia terminó siendo una dolencia menor, porque la banca siempre gana. El único premio consuelo es pensar que, si a ese tipo tan inteligente le pasó, una no es tan boluda si también cae. Pensamiento ilógico, por su puesto, pero que funciona. Francia o Pasteur al 400 no son, en definitiva, tan distantes.
Otra cosa interesante del juego es que la única manera de entender lo que se siente (“Las manos y las piernas me temblaban y la sangre me afluyó a la cabeza”, dice Fedor) es jugar, estar ahí aunque no se apueste. Y Valeria Correa se encarga de que eso pase, al crear un teatro de recontra cámara. Al estilo Grotowski, este teatro de las 3 filas (18 espectadores) nos incluye en una habitación de 4 x 4, descascarada, fría y llena de humedad. Un verdadero cuchitril. Dos personajes entran a escena: una clienta y otra ¿camarera?, que va atendiendo las mesas imaginarias y prende luces de colores a medida que las atiende. Toma pedidos, toma apuestas. Se aparta y comienza a cantar, con la mejor voz de locutora impostada de propaganda “me quiero hacer la sexy y no me sale”, los números que van saliendo. Es todo tan trucho que no puede durar mucho (la rima va de yapa). Y efectivamente no dura. Estas dos mujeres son ¿amigas? que practican, que juegan a jugar, el famoso “teatro dentro del teatro” que acá, al revés que en Shakespeare, no sirve para develar verdades, sino para seguir viviendo en la mentira. A partir de este momento, con una estética ultra naturalista, las cosas empiezan a complicarse.
Ángela y Miriam, madre e hija, tienen una relación bastante “disfuncional”, como diría Karina Mauro. Ambas viven a través de su vecina, espiándola, escuchando sus conversaciones telefónicas, aunque Ángela parece ser la más enferma de las dos. Miriam la cuida, la mima, le saca los zapatos ... pero sale a trabajar (es asistente en el Bingo, por supuesto) y cierra la puerta con llave, la única que existe y que tiene colgada siempre del cuello. Lo peor es que la madre ni se da cuenta, sigue hablando sola como si la otra la escuchara, recordando la época de oro en la que trabajaba en una importante financiera, se codeaba con millonarios, éstos le regalaban joyas, zapatos ... ¡qué vida! Pero la miseria impera, por eso estas mujeres comparten el saquito de té para el desayuno y lo toman amargo porque “azúcar no queda”. ¿Qué esperan, qué quieren? Como aquellos personajes de Gorostiza que anhelan limpiar baños en Estados Unidos, porque allá los baños son otra cosa, estas mujeres no quieren jugar, sino ser las musas de jugadores, no quieren ganar, sino dar suerte. La violencia se hace cada vez más evidente y el amor también. En un arranque de ternura Miriam le promete “Te voy a comprar un auto, te voy a operar”. ¿Qué más se le puede pedir de una hija? ¿Pero hasta dónde se puede aguantar una situación así?
Eugenia Alonso y Gaby Ferrero transforman una buena dramaturgia en una obra fantástica, llevando a tal extremo la poética realista, que nos vemos involucrados sin que nos miren ni nos toquen. Nos reímos de Ángela y Miriam, establecemos distancia, pero finalmente nos morimos con ellas.